Día 1: las jacarandas
Mi momento favorito del año es cuando florecen —casi efímeras y como si fueran mágicas— las jacarandas. La Ciudad de México se ve hermosa con ellas a finales de febrero y durante marzo.
Hoy (20 de marzo de 2020) llevo ya tres días guardada en casa y siento que no podré disfrutar con plenitud de la marea lila que inunda la ciudad al inicio de la primavera.
Si no fuera porque el martes pasado salí a encontrar a mi padre y hermano, llevaría ya una semana completa de estar en casa por pura voluntad.
Confieso que me encanta andar de un lado para otro pero también disfruto no salir: nunca me aburro y siempre creo que falta tiempo para hacer lo que me gustaría hacer, independientemente del trabajo que, en buena medida, realizo con la computadora. Como la chamba lo permite, hace unos días llevé a la acción el lema de "quédate en casa".
No me asusta la palabra cuarentena; lo que sí me preocupa —como a cualquiera— es desconocer cuánto tiempo estaremos metidos en casa. Y eso que, en el caso de México, el aislamiento es sólo es una recomendación todavía. He pensado mucho en toda la familia y amigos que se encuentran en otros países y aislados obligatoriamente desde hace días, me emociona su valentía y sus acciones colectivas me parecen encomiables.
La situación de mi entorno inmediato es complicada: mi padre está como si nada mientras mi hermano se muere del susto. Los dos extremos. No encuentro una manera de aportarles una visión más sensata y comunicarme con ellos. Ambos están "hasta la madre" de mí porque hablo de la COVID-19; no quieren escuchar y se enfadan por todo. La insensibilidad y la terquedad que muestran me genera ansiedad que, desde hace ya más de un año y a raíz de que enfermé, se materializa como irritación en las axilas a pesar de que ya desistí de convencerlos de cualquier cosa. Ni modo.
La situación del país tampoco simplifica las cosas para nadie. Estamos todos enfadados unos con otros, hartos. El virus no espera, las medidas pueden ser laxas o tardías o tempranas o insuficientes, no hay confianza, hay demasiados ataques, etcétera. Qué desesperanza el pensar que no encontramos la manera de remar todos en una sola dirección.
Mi sensación es de atrapada, de no poderme mover hacia ningún lado. Mientras trato de encontrar la fórmula personal para sobrevivir desde lo emocional. Por eso escribo. Por eso inicié este diario...

No hacen falta cuatro paredes para configurar un encierro, y los extremos demuestran que una cuerda se estira por el centro (decía un viejo maestro que, no sé bien por qué, me vino a la memoria).
ResponderEliminarLo inesperado de este zoológico donde ahora estamos, por decirlo así, agazapados tras las puertas es que el diálogo que compartimos se hace bastante más real que como habíamos acostumbrado.
Ya sabemos que la distancia física no impide que las ideas fluyan. Tal vez sea aviso de que sí, estamos en lo mismo, pero no tanto como un barco, sino como una melodía: ni tan pequeño como yo lo siento cuando me agobia, ni tan difícil una vez hallamos, poco a poco, las armonías. Además, la música amansa a las fieras y encauza el alma. Así pues, a levar anclas... y afinar los instrumentos.
Ese viejo maestro algo ha de saber ;o) Claro, hemos vuelto a la cercanía desde la distancia, ¡qué irónico! Exacto: afinemos porque nomás así. Un abrazote y 2020
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