Día 15: Viernes de Dolores

En mi familia nuclear nunca fuimos religiosos pero, como todas las familias, siempre tuvimos nuestras incongruencias y celebramos religiosamente los santos de todos. Pero el Viernes de Dolores era especial y me trae muchísimos recuerdos.
Una familia pequeña pero, eso sí, la mayoría de los cumpleaños se amontonaban entre finales de marzo y abril. Exacto: la "maldición ariana", carcajada. Un cumpleaños tras otro quedaban desperdigados alrededor del periodo vacacional de la Semana Santa. Y claro, el viernes anterior a esa semana que se mueve cada año por el calendario lunar y que siempre festejamos, era el santo de Yoya y de mi madre, las dos Lolas, Lola y Lolita o Lolila, como yo la bautizaría de pequeña y mi padre la llamaría siempre.
Recuerdo que en alguna comida familiar cuando Yoya ya había muerto y yo tendría 12 o 13 años, mi abuelo increpó a mi madre con que cómo ella iba a saber hacer torrijas. Y mi madre le demostró que sí para el deleite de todos durante muchos años. A partir de esa fecha, se instauró una de las más especiales tradiciones anuales de una familia agnóstica que celebraba el Viernes de Dolores con sardinas y torrijas... cosas veredes.
Tengo grabada la imagen de la pequeña cocina blanca en Edison, donde mi abuela —o mi hermano años después y en otra cocina—, mi madre y yo limpiábamos una o quizás dos marquetas de sardinas que mi padre habría conseguido en el Mercado de San Juan. Cada sardina, cuando quedaba limpia, se pasaba por huevo y se enharinaba y después, se freía. Era una humazón bestial pero ¡ah, qué delicia las sardinas! Eran tantísimas sardinas porque no nos las comíamos todas en aquella sentada, era imposible; la gracia era tener sardinas para otros días o para llevar, como en tupper, aunque entonces casi no había de esos salvo para los moldes de las gelatinas.
Por supuesto que a este menú, le faltan las torrijas que se hacían justo en la tarde del viernes de Dolores —la comida era en sábado o domingo, pues todos trabajaban. Las torrijas en esta casa se hacen con bolillo duro cortado a la mitad —longitudinalmente, claro—, que se remoja en leche con un chorrito de vainilla, se pasa luego por un plato donde hay una mezcla de azúcar y canela y luego, se fríe. Y se comían preferentemente frías de la pila en aquel platón de melanina blanco que tanto usamos.
En aquella comida memorable había exclusivamente sardinas y torrijas. Era un atracón fenomenal que ocurría una vez al año. Claro que podrían haber variaciones pero aquí he puesto la receta básica de ambos platillos para dejar claro que era una comida sencilla y sin pretensiones, de unos platillos que no se comían en ningún otro momento pero que a todos nos encantaban.
Hoy es Viernes de Dolores y los tres que quedamos, no estamos juntos: cada cual está en su casa, por la pandemia. Hace años que no como ni sardinas ni torrijas. Ya sé qué voy a hacer ahora que todo vuelva a la normalidad. Pero mientras tanto, queda aquí la constancia de que hoy, a quince días de haber comenzado este blog —o tres semanas del autoencierro—, la nostalgia de los buenos momentos me ha vuelto a asaltar. Y a salvar.
Esta foto es de la misma época; es más, creo que es justo de esa misma Semana Santa que iniciamos con las sardinas y las torrijas.

Comentarios

  1. En este atisbo a estampas de familia
    encuentro dos recetas de vigilia
    confirmando a mordiscos la conseja
    de que las penas con panes se despejan,
    pues no es poca cosa la sardina
    que, tras pasar por huevo, se enharina
    y se broncea en aceite hasta quedar dorada
    junto al bolillo que con leche suaviza
    el migajón, colmando de chispazos
    de azúcar y canela mesa, mantel y labios.
    Buen provecho le desea, salivante,
    su humilde servidor Chanchopensante. 2020.

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