Día 16: el hospital
Una de la madrugada del sábado 4 de abril de este 2020 que se está haciendo tan largo. Es de madrugada y yo lloro como magdalena. Y pese a que este post es de hoy que casi acaba de iniciar, tengo claro el tema así que, para tranquilizarme, comencé a escribir estas líneas.
Ya me iba a dormir e hice algo que de sobra sé que no debería hacer —habla mi madre interior— y es darle un último vistazo a tuíter. Abro la aplicación y me aparece la cuenta de JotDownMagazine y leo un tuit que dice "Segundo negativo en coronavirus... (sic)". De inmediato, leo todo el hilo que inicia aquí y de dónde tomo la foto que acompaña a este post.
Pues sí, Bola —como la llaman todos— ingresó de emergencia al hospital el 26 de marzo con insuficiencia respiratoria. Ha dado negativo para Covid-19 tres veces y la han pinchado por todos lados, parece que tiene gripa A —que no sé qué es y que, confieso, ahora no quiero averiguar— pero los resultados tardan una semana. Y una avanza la lectura por el hilo con el alma en un ídem porque lo que estás leyendo es un 'diario' de un caso agudo en directo y desde el hospital. Y como buceadora, aguanto la respiración hasta que veo un tuit en que mejora su capacidad respiratoria y, justo hace unos momentos, pone este tuit "¡Mira, mamá, sin oxígeno!". Ahora sí, vuelvo a respirar.
[Pausa donde ustedes no me ven pero en la que me agarro la cabeza con las manos y tomo una bocanada de aire]. ¡Ay, los hospitales!
[Pausa donde ustedes no me ven pero en la que me agarro la cabeza con las manos y tomo una bocanada de aire]. ¡Ay, los hospitales!
Nunca había estado internada en un hospital en toda mi vida hasta aquel 3 de julio de 2018 en que llegué a urgencias gracias a la atinada insistencia de Verónica. No voy a hacer aquí un recuento de aquello porque no se trata de eso. De lo que se trata es de que a raíz de lo de Bola, me vino el recuerdo sensorial —cual torrente desbordado— de todo lo que significa estar en un hospital en el que en aquel mes yo estuve más de la mitad de los días y no tener idea ni de lo que tienes ni de qué va a pasar contigo. Y pensé en lo tremendamente valiente que es Bola... tiene toda mi admiración.
No me gusta ir al médico —supongo que eso es algo obvio y en lo que prácticamente todos aquí coincidirán— pero son mucho peores los exámenes, los procedimientos. Esa sensación de que estás en un lugar, con frío, muy incómoda, cansada y muy adolorida pero si te mueves vamos a tener que repetirlo todo de nuevo. Y te sientes asustada, indefensa, sola. Y tuve mucha suerte, como parece ser el caso de Bola, porque todo el mundo fue encantador conmigo y tuve estupenda atención. Y a pesar de todo ello sientes el desamparo, quisieras tener permanentemente a alguien a tu lado diciéndote que todo va a estar bien, como si fueses una cría pequeña. Jamás hubiera imaginado que resultaría buena paciente —siempre he sido un estuche de monerías insoportable hasta con la dentista— y para sorpresa de todo mundo y yo la primera de la fila, me comporté de forma ejemplar y súper cooperativa. Claro que estaba harta y que no quería que me hicieran todas esas cosas pero no había opción. Porque si hay que hacer una punción lumbar porque con ese líquido lograremos hacer la prueba definitiva que compruebe lo que tienes, ni modo que digas que no, que no te sientes bien, que no tienes ganas. Porque cuando te meten al tubo de resonancia magnética y te dan un timbre que tienes en la mano todo el tiempo y por el cual puedes avisarle a quien realiza el estudio si te pasa algo, igual te sientes abandonada y con un miedo atroz al oír el ruido del cacharro ese retumbar en todo tu ser; y no te mueves pero sueñas con que ya termine y el tiempo que pasa es eterno y aquella voz que llega distante desde un interfón te dice que ahora sí, vamos a empezar... "¿Qué estuvimos haciendo hasta ahora?" pregunta una voz en tu interior que no se materializa pero que aprieta más las ojos porque no quieres abrirlos pues aunque nunca has sido claustrofóbica temes que hoy sea la primera vez. Y porque esa noche, cuando casi te duermes sientes la asfixia y despiertas, y parece que es mentira hasta que te pasa más veces y avisas a la médico de guardia —te dijeron que podía pasar— que sientes que se detiene la respiración, así que a eso de la medianoche te dicen que te pasan a terapia intermedia y el proceso que cualquiera piensa que debería ser relativamente rápido se hace infinito y no duermes aunque te caigas de sueño y ya son las cinco de la mañana y sigues sin dormir y ya son las seis y te vamos a tomar estas muestras de sangre y la temperatura y ya son las siete y mi nombre es tal y ya son las ocho y vamos a bañarte ahora mismo y ¿dormiste bien? O cuando el médico prohibe que deambules sola y te enfrentas al maldito cómodo que es el más incómodo y todo el mundo lo sabe y te preguntas por qué si la tecnología ha avanzado tanto se sigue usando ese artefacto del infierno.
Como si todo esto que yo estoy recordando y sintiendo no fuera suficiente, además, en el caso de Bola, sé que está sola y aislada en su habitación, luchando contra un bicho del que no se sabe casi nada —en el caso de lo mío, como en el de las más de dos mil enfermedades raras, tampoco porque no es rentable hacer investigación en algo de lo que nada más un uno por ciento de los enfermos de tal o cual van a tener—, sin siquiera una sonrisa, una caricia, un alguien que le diga que está bien si llora o que le haga un chiste o algo. ¡Qué impotencia!
Esta catarsis de madrugada se ha alargado ya casi una hora y sigo llorando pero lo asumo como un pendiente personal y un pequeño tributo a Bola que muy valiente, resiste en Barcelona... además de toda mi admiración, aquí le deseo una tan pronta recuperación como sea posible ahora que ha vuelto a la vida. Aunque se dé cuenta de ello muchos meses después y entonces, como yo, tenga —entre otras cosas— que llorar mucho para sobreponerse... Ni modo.
Tras varios intentos fallidos, por fin encuentro palabras para comentar. Esto que cuentas es bien fuerte y bien cierto. Me ha tocado ver y padecer experiencias de hospital donde lo más pesado es la incertidumbre, y lo más memorable, la atención y cuidado. Nunca olvidaré a la enfermera que, cuando yo era aún muy niño. me compró un tamal de dulce "por haberme portado como un valiente"... ni, muchos años después, la experiencia de estar solo en un servicio de urgencias, lejos de los míos y maldiciendo a mi imaginación que nunca se detiene. Así, tras leer cosas como lo que cuentas no puedo menos que desearles a la desconocida (para mí) Bola, y a ti, fortaleza y alivio, aunque de lo uno ya hayan dado muestra y de lo otro, por fortuna, estén ya en el camino. 2020.
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