Día 33: la abuela Estela

No puedo dejar de asociar el número treinta y tres con mi abuela Estela que, durante toda mi infancia dijo —y yo le creí hasta eso de mis diez años— que esa era su edad. Cada que preguntaba —abuela, ¿cuántos años tienes?—, la respuesta era: —33, la edad de Cristo. To-das-las-ve-ces.
Mi abuela materna era un personajazo. Creo que entre mis antecesores, es la más divertida y la más joven —andaba por los cuarenta años cuando yo nací y se enfadaría muchísimo si yo dijera aquí su edad, que siempre guardó celosamente, a pesar de mi choteo. Cargada con toda la energía y actitud, era la primera apuntada para divertirse, pasarla bien. Cuando pienso en ella, recuerdo sus vestidos estampados con grandes flores y su paso de baile estilo Ray Conniff que todos imitábamos y que en la familia siempre fue "el paso de la abuela Estela". A ella le hubiese dado mucho gusto saber que había un paso de baile con su nombre.
Recordar a la abuela Estela me trae a la mente también que el peor castigo durante mi infancia, era que nos mandaran con ella en el coche —nadie se apuntaba a acompañarla sin que lo obligaran. Tenía un vochito de un horrible azul claro que manejaba, no mal sino de la chingada, es la pura verdad. Se detenía en un semáforo en verde y si le preguntabas, te respondía que porque venía el alto. No tenía idea de para qué servía el embrague y creía que, para mover el coche, bastaba con echar el cuerpo pa' adelante. Me acuerdo de los papelones que pasamos en las rampas de autos del estacionamiento de Liverpool Polanco donde nunca subíamos de golpe y, cuando nos sorprendía el terror del vochito que se iba hacia atrás, alguien aparecía a ponernos maderos para detenernos y nos salvaba...
Los lunes tenía su día de descanso. Nos cuidaba por la tarde mientras mamá tomaba clases. En aquella época le pusimos "la tubitos" porque los lunes así andaba, con una pañoleta, para cubrir los tubos y quedar peinada durante la semana. En aquel sofá junto a la ventana de Edison se quedaba dormida y ni les cuento todas las cosas que hacíamos mientras... ¡carcajada!
A los siete años, tuve mi única época "mística". Me dejaron ir mientras quise con la abuela a la misa de siete de la tarde. Mamá me advirtió que en la iglesia había que quedarse callado —yo ya era un loro huasteco en aquel entonces. No les cuento la vergüenza que pasé cuando la abuela se puso a rezar. Por ella, me sé el Padre nuestro y que San Juditas —a quien siempre se encomendaba— es el santo de los imposibles. Es toda la educación católica que consiguió transmitirme.
Le gustaba viajar, aprendió a tocar el órgano y hacía conciertos con música que años después, me recordaba a los bares de Sanborns; también fue la única que me grabó cantando y tocando la guitarra —en una cinta vieja donde hasta se oye a la bisabuela Natalia cantando Cielito lindo.
En fin, que tengo buenos recuerdos de la abuela Estela y creo que es justo dedicarle a ella este escrito que es el treinta y tres. Porque además, tengo muy claro que la abuela Estela siempre tuvo otra virtud importante que ahora que lo pienso, también he seguido y agradezco: muchísimo ánimo para vivir, para ver lo positivo y lo alegre en todas las situaciones. Hoy es importante que en nuestro autocuidado todos seamos la abuela Estela.

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